Había una vez una pequeña gatita llamada Nala que tenía un defecto que la metía en problemas: se reía de todo y de todos. Un día, sus dueños la llevaron a un parque de diversiones que estaba lleno de animales de diferentes especies, todos con sus atracciones y espectáculos.
Antes de entrar, Nala se prometió a sí misma: —Hoy no me reiré de nadie, seré una gatita educada.
Pero tan pronto como entró y vio al primer animal, un canguro haciendo saltos acrobáticos en una cama elástica, no pudo contenerse. Los saltos exagerados del canguro le parecieron tan graciosos que Nala estalló en carcajadas. —¡Ja ja ja, qué saltos tan ridículos! Pareces una grande pelota grande rebotando sin control —gritó Nala, sin pensar en cómo se sentiría el canguro. El canguro, que estaba orgulloso de su habilidad para saltar, se sintió avergonzado y dejó de saltar, bajando la cabeza. Sus saltos, que antes eran llenos de alegría, ahora le parecían torpes y sin gracia.
Sin darse cuenta del daño que había causado, Nala continuó su paseo y llegó a la zona donde un elegante flamenco hacía su presentación de equilibrio sobre una pierna. Nala, al ver el largo cuello y las delgadas patas del flamenco, no pudo evitar reírse.
—¡Cuidado, no te vayas a caer con esas patas tan flacas! —gritó Nala, riendo tan fuerte que casi perdió el equilibrio ella misma. El flamenco, ofendido, le lanzó una mirada fría y digna. —¡Qué falta de respeto! —dijo con desdén, pero Nala ya se había alejado, dejando al flamenco solo en su elegante pose.
Más adelante, Nala llegó a la zona de los lobos, que estaban mostrando sus habilidades de aullido al compás de la luna artificial del parque. Nala, sin poder resistir la tentación, sacó un silbato de su bolso y dijo: —¡Ja ja ja, qué aullido tan desafinado! Aquí tienen, usen este silbato para afinar sus voces.
Pareces una escoba —se rió Nala, señalando con una pata. El erizo, que siempre había sido tímido y se sentía inseguro por sus espinas, se sintió herido y se escondió detrás de una roca.
Finalmente, Nala se dirigió a la zona de los mapaches, conocidos por sus habilidades para robar comida. Los mapaches, que estaban jugando con algunas golosinas, observaron a Nala mientras se acercaba. Uno de ellos, el más travieso, dijo en voz alta para que todos lo oyeran: —¡Miren, qué gatita tan arrogante!
—¡Qué bigotes tan feos, parecen hilos mal cosidos! —dijo otro. —¡Y esas orejas, parecen antenas! —exclamó un tercero. —¡Y esa cola, parece una escoba vieja! —gritó un cuarto, mientras todos los mapaches seguían riendo.
Por primera vez, Nala sintió lo que era ser el centro de las burlas. Su alegría se desvaneció, y con los ojos llenos de lágrimas, corrió a esconderse detrás de una gran rueda de la fortuna. Se sentó allí, mirando su reflejo en el espejo de un puesto de premios, y se dijo a sí misma: —No es cierto... Mis bigotes no están mal cosidos, mis orejas no son antenas, y mi cola no es una escoba.
Pero, aunque sabía que los mapaches no tenían razón, el dolor de sus palabras la había herido profundamente. Se quedó allí, pensando en todas las veces que ella se había reído de los demás, sin pensar en cómo se sentirían. Después de un rato, se secó las lágrimas y decidió hacer algo al respecto.
Los lobos, que estaban orgullosos de sus aullidos, se sintieron heridos por la burla. Se miraron entre sí, tristes y molestos, y uno de ellos murmuró: —Nunca nadie nos había humillado así...
Pero Nala no se detuvo ahí. Continuó su paseo y llegó al área donde un erizo estaba mostrando su habilidad para enrollarse en una bola defensiva. —¡Ji ji ji, qué espinas tan raras!
Despues de esto, Nala regresó donde estaban los animales, con la cabeza baja y el corazón lleno de arrepentimiento. Primero, fue a ver al canguro. —Lo siento mucho, señor Canguro. No debí reírme de sus saltos, son impresionantes y únicos.
El canguro, todavía un poco triste, vio la sinceridad en los ojos de Nala y aceptó su disculpa. —Gracias —dijo—. Me alegra que lo entiendas.
Luego, Nala fue donde el flamenco, los lobos y el erizo, pidiendo disculpas a cada uno por su comportamiento. Finalmente, llegó a la zona de los mapaches. Esta vez, no se acercó demasiado, pero les gritó desde una distancia segura: —Lo siento por haberme reído de ustedes antes. Ahora sé lo que se siente, y no lo haré nunca más.
Los mapaches, que también habían reflexionado sobre su comportamiento, dejaron de reír y aceptaron sus disculpas con un movimiento de cabeza. Ya Nala, había aprendido una valiosa lección en día.
Moraleja: Tratar a los demás con respeto es fundamental, ya sean personas o animales. Las palabras y las acciones pueden herir más de lo que pensamos, pero también tienen el poder de sanar ofensas cuando nos disculpamos y aprendemos de nuestros errores.
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